Las otras maternidades de la tv

Se acerca el día de las madres y no hay mejor lugar para admirar a la clásica madrecita abnegada, sufrida, doliente pero silente que en los productos melodramáticos mexicanos. En los tiempos más modernos la vitrina es la telenovela, pero nada más dense un paseíto por el canal De Película para entender de qué estamos hablando: este martes 10 de mayo programarán: Corona de lágrimas, Cuando los hijos se van y Mamá, soy Paquito, entre otras joyas de la cinematografía nacional. Todo un mercado de lágrimas donde lo que prevalece, sin duda, es el amor incondicional de la madre hacia sus hijos, aunque estos sean una bola de ingratos malagradecidos.

No sé si el hecho de que yo no sea madre me da las credenciales para hablar del tema o quizá me permita entenderlo desde otro punto. Me parece pertinente hacer esta aclaración antes de que el amable lector prosiga con el texto, porque no estoy muy segura de qué tanto mis palabras puedan resultar acertadas, ignorantes o con un suave dejo de amargura.

Las telenovelas latinoamericanas, dicen los que saben, tienen un par de ingredientes importantes dentro de su estructura: por una parte uno de sus motores narrativos es el secreto, eso que se guarda celosamente durante toda la historia para los involucrados pero que nosotros, los espectadores, conocemos desde el inicio; y dos, que se acompaña del anterior, es la intrínseca búsqueda de la propia identidad a partir de la búsqueda de los padres. En el gran universo de tramas que se cuentan y se cuentan una y otra vez de distintas maneras, el asunto de la orfandad es una de las temáticas más recurridas ya que casi siempre es ahí donde radica el secreto, ese mediante el cuál gira toda la trama. El o la protagonista crece sin la compañía de su padre o madre biológico para, muchísimos capítulos después, descubrir que no estaban muertos ni andaban de parranda, que estaban vivos y que por algún error de juventud los abandonaron a su suerte, secreto que normalmente conoce la nana, el ama de llaves o el mejor amigo pero no lo rebelan hasta que un golpe del destino pone a padres e hijos frente a frente.

¿Cuántas telenovelas hemos visto con esta historia? Ahora bien, están aquellas otras donde, acorde a la herencia cinematográfica, la figura de la madre es la de una mujer que sufre en silencio, entregada por completo a su familia aunque mal pague, en renuncia total de su propio ser porque pues, de pequeña le enseñaron que cuando una se casa debe darlo todo por los suyos sin importar que antes de todos ellos fueron seres humanos únicos e independientes. Esas madres, que pasan por chorros de vicisitudes durante unos 120 capítulos (si bien les va), generalmente son premiadas en el gran final con una visita a la Basílica o la enjundiosa boda de uno de sus hijos, eso sí, con sus ojitos siempre llenos de lágrimas de gratitud.

Pero cuando el amor maternal se escapa de estas formas (estereotipos, más bien), entonces se vuelve una villana en potencia, o bien, es la clásica madrina que se quedó para vestir santos cuidando al nene que no tuvo madre (si si, porque estaba ausente). Es ahí donde entra mi mirada… ¿qué pasa con las representaciones de la maternidad que existen en este fantástico universo?

Existen muchísimas telenovelas modernas que, debo confesar, han escapado a mi interés. Refritos, nuevas versiones, o cualquier título donde Victoria Ruffo encabece el reparto. Esas quedan fuera por default. Pero las historias más recientes que he podido disfrutar me dan la pauta para decir que las mujeres de más de 35 o 40 años que no son madres (no porque no puedan sino por decisión propia), están totalmente olvidadas en los melodramas mexicanos.


Quiero irme a un ejemplo remoto pero que no puedo quitarme de la cabeza, tal vez porque Cadenas de amargura (1991) es una de mis telenovelas favoritas: Evangelina Vizcaíno, interpretada por Diana Bracho, es uno de esos personajes entrañables para mi que marcó mucho de mi educación emocional, porque me enseñó que las mujeres adultas que no se casan pueden amargarse por un desamor mal superado y la responsabilidad que para ella resultó convertirse en la jefa de toda su familia, a falta de sus padres. La historia me gustó porque si bien se trataba de una “señorita” totalmente entregada a una religión que no hacía nada por su obscuro corazón, que hizo pasar las de Caín a su pobre sobrina nomás porque era la hija nada menos que del amor que de joven la bateó y su hermana (si esto no te amarga es porque de veras tienes temple de acero), pero que tenía totalmente justificado su proceder: no, no estaba loca, sólo que nadie le enseñó que el amor de un hombre es importante pero no necesario para salir adelante, y sobre todo que ser madre tampoco tendría por qué ser la meta emocional y biológica de todas las mujeres. Ella sólo quería amar, pero lo que le enseñaron que debía amar no lo pudo tener, entonces se le hizo el corazón de piedra. Cuestión de épocas, quizás.

Dicho esto, ¿no sería bonito encontrar ejemplos más cercanos a las nuevas maneras de entender el rol de las mujeres en la sociedad? El asunto no es sólo ese, sino a que en las telenovelas modernas o se está en el campo, en el rancho, o en la gran capital. Las representaciones de provincia son escasas y no siempre afortunadas (salvo el Guanajuato de Cadenas de amargura, que tenía que ser un lugar conservador y con arraigos muy católicos). Mientras lo que está fuera de la Ciudad de México tenga para los productores de estos melodramas un sabor a pueblo, estaremos condenados a ver representaciones mucho más conservadoras y anticuadas de lo que hoy en día vivimos. Aunque también hay que reconocer a escritores y productores que se han esforzado por dar otro panorama del asunto.

Hablando de las telenovelas de Televisa, se me ocurre pensar en las historias que últimamente han producido Juan Osorio y Rosy Ocampo: Osorio llevó a las pantallas en el año 2009 Mi pecado, con Maité Perroni y Daniela Castro, que tenían una relación madre-hija poco menos que espantosa porque la madre, el personaje de Daniela, culpaba a la hija por la muerte de su hermanito. Pero por allá del antepenúltimo capítulo nos enteramos que el odio no iba nada más por ahí, sino que Lucrecia (Perrioni) era fruto de una violación que Rosario (Castro) sufrió de joven por parte de ¡su propio padre!. Como quien dice, era resultado del incesto. Tristemente, esto no es nada nuevo en nuestra sociedad, y el alcance que hace algunas semanas tuvo el hastag #MiPrimerAcoso en las redes sociales no me dejará mentir. Pero en las telenovelas es más común ejemplificarlo entre padrastros, tíos o desconocidos que con el propio padre, y esta historia, de manera velada pero impactante, lo tocó. ¿Esto convierte a la mujer en villana, sólo porque su amor maternal no florece tras ser víctima de un abuso?

Juan Osorio también ha tenido el acierto de mostrar en la protagonista de su más reciente telenovela, Sueño de amor, a una madre joven, soltera, que trabaja, cuida a sus hijos, prepara sus clases y además hace spinning. Normalmente el ejercicio y el cuidado físico es un beneficio que, al menos en las pantallas, sólo tienen las madres ricas y frívolas que prefieren ir al gimnasio que atender amorosamente a sus retoñitos (¿y en serio es así?), es por ello que el personaje de Esperanza (Betty Monroe), aunque para mi gusto en un tono un poco exagerado, es más cercano a la realidad de muchísimas mujeres que pese a toda la responsabilidad que implica ser la jefa del hogar, no se olvidan de ellas mismas y se procuran, ven por su salud (otro tema por demás complejo en los melodramas), y aunque cansadas, se sienten bien.



Por su parte Rosy Ocampo ha llevado a las pantallas la versión de mujeres un poco más modernas y acordes al siglo XXI. En Mentir para vivir (2013) Mayrin Villanueva era una madre que se cansó de los abusos del fulano con el que se casó, agarró sus chivas y se llevó a su pequeña hija a otro país. El asunto es que, según recuerdo, su historia giraba más entorno a lo que le ocurría a ella como persona que como madre, digamos que eso era algo sumamente importante pero no era el centro de su conflicto, excepto cuando el fulano vuelve a la escena y pelea por la niña. Pero lo que me gustó fue justamente eso, que Oriana (Villanueva) era ante todo una mujer, preparada, lista, fuerte, que lloraba por amor pero no porque tooooodo en la telenovela le causara algún tipo de sensibilidad. En Qué pobres tan ricos (2014) estaba el personaje de Carmela (Zaidé Silva Gutiérrez), la mejor amiga de la mamá de la protagonista que había fallecido y, por lealtad, dedicó sus días a cuidar de su familia trabajando junto con ellos en una pequeña fonda. Era una mujer mayor, sola, sin marido e hijos a quien atender pero con mucho amor que repartir entre otras personas. En la historia se plantea que para ella el asunto familiar no había sido su prioridad y eso daba la impresión de estar viendo en ese personaje alguien que actúa por decisión y no por las circunstancias. Por último, toda la situación familiar Ocampo planteó alrededor de la familia de Alicia, en Antes muerta que Lichita (2015) planteó otras cosas, como por ejemplo, los niños que actualmente están creciendo al lado de sus abuelos y no de sus papás, ya sea porque éstos trabajan o, como en este caso, porque a la mamá de la pequeña Ximena, Magos (Sherlyn) simplemente la había tenido muy joven y el amor maternal (junto con la responsabilidad) nomás no se le daban. No se trataba de justificar sino de ilustrar lo que sucede en muchos hogares: las mujeres tan jóvenes que sin información ni prevención se convierten en madres, viven situaciones muy similares a lo que el personaje de Magos ilustraba: ganas de salir con amigos, enfiestarse, gozar de la vida, y olvidarse por algunos momentos que había por ahí un pequeño ser que comía, vestía y estudiaba gracias a los abuelitos. Para más Lichita, la tía, la educaba y procuraba sin que esto limitara su vida profesional. Se puede, de verdad que se puede mostrar lo que somos sin necesidad de caer en los sufrimientos o azotes anacrónicos.



Podría pasarme muchas más cuartillas hablando de ejemplos que ilustran otro tipo de maternidades, que desafortunadamente caen en los límites de la maldad más que en los de la compasión. Sí, el melodrama es la lucha del bien contra el mal y es imposible evitar que aquellos personajes que moralmente no se portan de la manera permitida entones son los malos del cuento. Pero, ¿tendría que ser así? Pienso de inmediato en historias como Madres egoístas (1991) con María del Sol, en Piel de otoño (2005) con Laura Flores y sin lugar a dudas mi mente se envuelve en parches de seda con Catalina Creel, una mujer que cometió cualquier cantidad de fechorías nomás porque fue una niña mal arrullada que nunca entendió que el amor de madre que a ella le faltó también necesitaba de límites. Y pienso en las telenovelas de Argos, en Paulina, el personaje de Margarita Gralia en Mirada de mujer (1997), que era una suerte de chica Sex and the City aún en la maternidad, en Las Aparicio (2010) y la dignificación del matriarcado, o incluso en Infames (2012), con una Ana Leguina que era mala porque la vida la hizo así, pero que rebasaba de la edad juvenil y aún así era hermosa, inteligente, trabajadora y si, medio culera. Pero era otro rol de la mujer que decide, por voluntad propia, no ser madre y a pesar de ser la peor villana del mundo, asumir este rol con una hermana. ¡Y ni qué decir de la telenovela de Eugenio Derbéz, No tengo madre (1997) que fue poco exitosa e incluso medio odiada por la gente!


Este 10 de mayo celebremos la maternidad pero pongamos atención en las otras maternidades que no son estereotipadas, que ahora encontramos mucho más en las videobloggers de Youtube que en las pantallas televisivas. Y celebremos a quienes no lo hemos sido, pero que tenemos junto a nosotros a sobrinos, ahijados o mascotas en quien depositamos todo nuestro amor, y que también nos cansan, nos agotan, y nos dan infinitas alegrías. Este 10 de mayo, celebremos a la vida, a quien nos la dio pero también a quienes hacen de la nuestra algo maravilloso.

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Texto publicado en Xalapo.com: http://www.xalapo.com/las-otras-maternidades-la-tv/

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